Marin Trechera, Rafael

Cuenta la historia que Rodrigo Díaz de Vivar, Mio Cid, ganó su última batalla después de su muerte. Dicen que ataron su cadáver al caballo y que así, muerto, guió a su ejército a la victoria. Efectivamente, un domingo del mes de julio del año de gracia de 1099, no pudiéndose recuperar de una herida en el cuello, vio la muerte Mio Cid. Sin embargo, fue gracias a las artes mágicas de las tres religiones monoteístas conjugadas que, en presencia de la viuda Ximena, de los capitanes del ejército y del obispo don Jerónimo, el cuerpo sin vida del Campeador resucitó por un día. Un día en el que debía de nuevo defender la ciudad del enemigo almorávide. El artífice del hechizo fue, a petición de Ximena, Esteban de Sopetrán. Esteban, Estebanillo o Truhán, como solían llamarle, era un juglar, un truhán redomado, un pilluelo saltabancos con apariencia de muchacho destetado que, sin embargo, en 1099 llevaba ya corridos sus más de sesenta años, atesorando conocimientos y conjuros, aprendiendo de la vida y del saber vivir, escabulléndose como una sombra de mil y un peligros gracias a su prodigiosa capacidad de su cuerpo para curar. Más de sesenta años de andanzas que le condujeron aquella madrugada a la capilla ardiente en la que se velaba al Cid... «Mio Cid de Vivar, mi señor Campeador. Valencia te llama. Levántate y anda.»

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