Lynch, Marta

Informe bajo llave: Secreto celosamente custodiado, tan sólo escrito para el sicoanalista a quien una mujer ha acudido en busca de ayuda; secreto también para ella misma, para una conciencia empeñada en informar sobre sí pero incapaz de penetrar en el hermetismo que la aprisiona y la hace girar una y otra vez en vértigo incesante. Pero al mismo tiempo, la lucidez implacable de quien sabe discernir que, más allá de los muros de esa cárcel, el mundo exterior puede adquirir también una faz irreconocible y atroz. Admirable contrapunto de lo interior y lo externo: dentro de sí, la esclavitud de una pasión, el desenfreno de un erotismo que se repudia a sí mismo; fuera de sí, el rostro abominable de una fuerza solapada y despótica, la violencia más cruel. Un texto que, centrado en la obsesión del personaje que lo escribe, es también la historia de un presente perplejo, agredido, obstinadamente amenazado. Marta Lynch, un personaje trágico. Había dicho muchas veces que le tenía miedo a la vejez. Y en esa carrera —aunque la corría a fuerza de cirugías estéticas— estaba destinada a perder. Había dicho que su madre le contagió una melancolía que en ella fue depresión. “La vida se me ha hecho particularmente pesada. Sumamente difícil de sobrellevar”, dijo en un reportaje, dos días antes de meterse un balazo en la sien derecha y de escribir esa esquela final a su marido: “Te amo, te amo, te amo y no puedo soportar esta prisión, no puedo soportar esta vida.” El tema venía rondando: “No me voy a suicidar”, había dicho Marta Lynch a Clarín, en noviembre de 1984. No se sabe si mentía o si cambió de idea: casi un año después, el 8 de octubre, un tiro y una carta eran las palabras con que se nombraba a la escritora. Pero si la muerte de Marta Lía Frigerio de Lynch salió en los diarios al día siguiente, eso fue porque había sido, junto con Beatriz Guido y Silvina Bullrich, una de las escritoras más leídas desde mediados de los 60. En ese momento, los escritores opinaron: “Su obra literaria, con altibajos, ha llenado un espacio importante en la narrativa argentina contemporánea”, dijo María Esther de Miguel. Alberto Girri la describió como una escritora “poco menos que única entre nosotros, por su ímpetu y destreza narrativa y por haber incorporado a nuestra literatura personajes como la señora Ordóñez o la Colorada Villanueva, acaso arquetípicos de nuestro medio”. Quienes no habían leído alguno de sus libros —La alfombra roja, Al vencedor, Los cuentos tristes, El cruce del río, Un árbol lleno de manzanas, Los dedos de la mano, La penúltima versión de la Colorada Villanueva, entre otros—, habían seguido a algunos de sus personajes de La señora Ordóñez, que fue adaptada para televisión. Cuando se supo de su muerte, Magdalena Ruiz Guiñazú la despidió leyendo por radio uno de los cuentos de su último libro: No te duermas, no me dejes. Ese era el título que había elegido ella, que dejaría la vida tan cerca de su propia cama. La lloraron muchos: en las fotos de su vida aparecen junto a ella Manucho Mujica Láinez, Eduardo Gudiño Kieffer, Gyula Kosice y hasta Jorge Luis Borges. Una de las cosas difíciles de precisar, cuando se habla de Marta Lynch, es su fecha de nacimiento. Ella no lo decía y en las solapas de sus libros a veces dice una cosa, a veces otra. En su biografía La señora Lynch —que acaba de aparecer— Cristina Mucci zanja la cuestión: “En realidad, nació en 1925. El 8 de marzo de 1925”. La realidad entraba en sus libros —La alfombra roja, sobre la época de Frondizi, por ejemplo— y ella pretendía hacerla, no sólo contarla. Por eso —cuenta Mucci— Marta Lynch llegó un día a la oficina donde trabajaban los intelectuales que colaboraban con el desarrollismo. Allí se trató con gente como Félix Luna e Ismael Viñas. Luna dice que su actuación no era importante: “Más que nada se ocupaba de trasladar gente porque era una de las pocas que tenían auto. No tenía experiencia, no era disciplinada y carecía de envergadura y de formación política”. Ella lo entendía como un saludable sacudón en su vida: “La política me sacó de mi comodísimo mundo de la calle Madero (...) Era un mundo redondo, blando, perfecto. Y allí lo conocí a Arturo Frondizi, que irrumpió con su mundo y me sacó de esa blandura”. En 1970 viajó a Cuba y quedó fascinada: comparó la experiencia con la de tener un hijo. Ese año salió Cuentos de colores, el libro por el que ella, que no había tenido los favores de la crítica, recibió el Premio Municipal de Literatura. Allí había un cuento “El cruce del río” sobre Tania, la guerrillera que peleó y murió en Bolivia con el Che Guevara. En noviembre de 1972 estuvo en el chárter que trajo de vuelta a Perón. Se arrepentiría de eso más tarde, cuando cruzó el río a tal punto que terminó del lado de la dictadura militar. En los 70, de la fascinación por la revolución cubana pasaría a una simpatía abierta por los Montoneros. Estuvo en Ezeiza para cubrir la llegada de Perón en 1973. Testigo de esa bienvenida —que se convirtió en masacre—, Lynch escribió: “Todo el pueblo se quedó en su puesto mientras el tiroteo iba provocando la muerte, reventando cabezas, haciendo estallar trozos de brazos, de huesos, de órganos sexuales. Nadie dio un paso atrás. Ese gran pueblo esperanzado, inteligente, fiel y generoso no dio un solo paso atrás aun amenazado por la carnicería”. Después del golpe, sus opiniones empezaron a cambiar: “Me equivoqué —dijo en 1978—, y conmigo se equivocaron siete millones de argentinos. Yo fui una idiota y una zanahoria”. En pleno gobierno militar dijo que creía que esos hombres que gobernaban tenían “muy buena voluntad y muy buena fe. Tienen en la cabeza una imagen de la Argentina saneada, importante. Espero que no sea demasiado tarde”. Y, en el mismo artículo: “No entiendo a algunos argentinos que se exiliaron voluntariamente”. Habló de “una dura represión inevitable”, tuvo un vínculo personal con Eduardo Massera: la vieron bajar con él de un coche y, cuenta Mucci, trató de frecuentarlo más pero él no le prestó atención. Después creyó que hacía falta volver a la democracia y que “el tema de los desaparecidos es una de las lacras espeluznantes de un período de la vida argentina difícil de calificar”. En 1984 decía de sí que era pavota y pusilánime. No creía que fuera posible la felicidad sin belleza. Ya se había hecho demasiadas cirugías. El 8 de octubre de 1985 trabó la puerta de su cuarto y se pegó el tiro del final.

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