Alarcón, Pedro Antonio de

Obra que une el tema religioso a la crítica social, la dedica a la memoria de su amigo Nicómedes Pastor Díaz Lo que al pastor mentiroso en la fábula de Esopo, lo que al don Juan en la historia de Tirso de Molina, lo que a tantos otros aquí o allá: eso mismo fue lo que ocurrió a Fabián Conde, el escandaloso adinerado que –a mediados del XIX- puso su vida en los corrillos de toda Madrid y que, tal como reza el adagio popular, terminó siendo víctima de su propio invento, recibiendo un poco de su propia medicina; porque cuando uno es demasiado algo, siempre corre el riesgo de terminar enfrascándose, consumiéndose en ello, viéndose envuelto en esa cortina de hierro que constituye su ser. Se ha dicho, y sobran situaciones para argumentarlo, que El Escándalo (1875) puede considerarse como una obra de tipo autobiográfico. Primero, porque de Alarcón jugó en esos dos bandos a los que apuesta la novela: el pecado y la expiación, o si se prefiere, la caída y la redención. Segundo, porque el destino final al que se encuentra abocado Fabián Conde se parece de sobremanera a los últimos años de vida del autor, en los que –después de tomar parte, en su juventud, en mítines y publicaciones insurreccionarias y anticlericales- se consagra, tanto espiritual como artísticamente, a la religiosidad y defensa de los valores católicos; léase esto como una reparación simbólica de los años de confusión en los que se aventuró a renegar de las “sanas costumbres de su época”.

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