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El 1.° de agosto de 1785, dos fragatas francesas, la Boussole y la Astrolabe, aparejan en Brest bajo el mando de La Pérouse. Esa expedición, cuyos planes fueron decididos personalmente por Luis XVI, tenía como objetivo descubrir islas y pueblos desconocidos en la región del Pacífico. Siete meses más tarde, La Pérouse llega a la isla de Pascua; y allí, junto con los artistas y los sabios que viajan a bordo de las dos fragatas, hace un preciso inventario de las estatuas gigantes que ha encontrado. Después de numerosas escalas y de múltiples peripecias, La Pérouse llega a Botany Bay. Ya estamos en el 26 de enero de 1788, fecha en que el navegante francés envía su último mensaje. A partir de ese día, reina el más completo silencio. Nadie sabe qué se hizo de La Pérouse y de sus compañeros, y ese misterio durará cuarenta años. ¿Habían naufragado? ¿Murieron luego, asesinados por los salvajes? Los restos de la Astrolabe no serán descubiertos hasta 1828, por Dumont d’Uriville. Pero muchos enigmas quedan todavía en suspenso. * * * El 25 de junio de 1876, el joven y brillante general americano Custer y los soldados del 7.° Regimiento de Caballería atacan a los indios sublevados de Sitting Bull. Se trata de la sangrienta batalla de Little Big Horn. Los soldados yanquis se verán aplastados por los sioux, Custer perderá la vida en di combate. Es una de las más espectaculares operaciones de la gran revuelta india. Pero para los yanquis la derrota de Little Big Horn no pasa de ser un accidente; poco a poco -no sin esfuerzo- los pieles rojas serán vencidos totalmente. «¿Un buen indio? - Es un indio muerto…» será un slogan común de ciertos militares. La gran revuelta india no tenía posibilidad de éxito; terminará en 1890, cuando, unos tras otros, hayan sido matados o capturados los últimos grandes guerreros sioux o cheyennes. * * * Bajo el reinado de Felipe IV el gobierno del país está en manos de validos y privados. Siguiendo la misma tónica de su padre, el monarca español se desentiende de los asuntos de Estado y deja la dirección de la política, tanto nacional como exterior, al libre albedrío de Hombres que, movidos por la ambición y limitados por el momento histórico que atraviesa el Imperio/ no serán sino torpes guías de unos reinos a la deriva. Obsesionado por el más allá y confundiendo las desgracias del Imperio con el castigo que merecen sus pecados, el pusilánime rey desahoga sus cuitas espirituales y preocupaciones políticas en una abadesa con la que mantendrá ininterrumpida correspondencia a lo largo de muchos años. Se plantea el dilema de saber si, como algunos, Sor María de Agreda jugó el papel de «valido» del rey o si, por el contrario, la importancia de esta mujer no reside en otra cosa que en ser consejera espiritual de un monarca atormentado.

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