Eaton, George L.
Media docena de nubecillas de polvo, que eran avestruces corriendo, huían ante la caravana de lento paso. Elevábase el calor de las ardientes arenas del desierto, como de la boca de un horno de fundición. El único ruido que se oía allí era el roce de los pies de los camellos y el apagado susurro de la arena que, despacio, se dirigía hacia el Oeste, empujada por el ardoroso y seco viento.
Cuando el sol se hundía hacia el mar de arena, aquel viento asfixiante se hizo más vivo, para convertirse casi en huracán.
Arrojaba remolinos de arena a los cortados labios y a los agrietados rostros de los dos hombres que conducían aquella larga fila de camellos de carga, que iban uno tras otro.
Los beduinos, montados encima del equipaje que llevaban los camellos, se cubrieron con el albornoz las narices, inclinaron hacia los ojos la tela que llevaban sobre la frente a guisa de visera y dejaron una estrecha abertura, por la que podían mirar sus irritados ojos.