Eaton, George L.

El presidiario condenado a cadena perpetua, de ojos duros y rostro pálido, que cruzaba el patio de paseo de Sing Sing, pasó por el lado del joven que iba a ser libertado al día siguiente, y dijo sin mover los labios:
-Vete a ver a Nick Laznick.
El asesino de tez amarilla, hambriento, que cruzaba por las concurridas calles de Singapur, oyó una voz ahogada que decía:
“Nick Laznick está en Nueva York”.
El suave confidente, sentado en una de las lujosas habitaciones que había tomado en el Hotel Imperial de Melbourne, Australia, decía en voz baja ante el teléfono:
-Me ha enviado Nick Laznick.
El marinero de rostro brutal, que se apoyaba en el manchado mostrador del bar en Nome, Alaska, hizo una seña al encargado del bar para que se acercase y le dijo:
-Es un trabajo de Nick Laznick.
Aquel nombre era pronunciado en voz baja en los barrios habitados por la gente del hampa de todo el mundo. Desde el barrio de Whitechapel al barrio Chino, de San Francisco; desde los tugurios de El Cairo hasta los clubs nocturnos de Chicago, sonaba en los oídos atentos y surgía de bocas que lo pronunciaban en voz baja. Extendíase como una plaga mortífera y llegó a ser, ya no un nombre sino una leyenda, un símbolo del poderío del crimen organizado. Y a unos les comunicaba esperanzas y otros les infundía terror.

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