Eaton, George L.
A última hora de la tarde de un día de mayo de 1930, Bill Barnes apuntó la proa de su anfibio hacia un agujero que vió en las nubes, en el momento en que divisó por debajo de sus alas los alrededores de la ciudad de Miami, en la Florida. El sol, que entonces tenía el aspecto de una gran bola de oro, entonaba su canto del cisne al hundirse hacia los bosquecillos de palmitos que había al Oeste. Más abajo, las aguas de la bahía de Biscayne reflejaban los tonos amoratados y cobrizos del sol en sus danzarinas olas. Una sonrisa de niño se pintó en el rostro juvenil de Barnes, en cuanto vió el indicador del viento, situado en la parte superior de uno de los hangares del aeropuerto internacional. Inclinó ligeramente hacia atrás el poste de mando y se fijó en las sombras que jugueteaban en las aguas de la bahía y en los objetos que se movían lentamente y que no eran sino los automóviles que se dirigían a la playa.