Eaton, George L.
Estaban dos hombres sentados a un velador de hierro, en la acera, ante el Hotel de la Paix, de la isla de la Martinica. Tras ellos, en el centro de la plaza, se erguía la estatua de mármol de la más famosa entre los naturales de la isla: la emperatriz Josefina. Rodeada de magníficas palmeras reales, la figura representada por la estatua parecía escuchar con tristeza y añoranza la música de la banda que tocaba a poca distancia de su pedestal.
Los alegres tejados rojos y las celosías pintadas de verde de las casas circundantes, en la amplia plaza, formaban un fondo muy adecuado para los indígenas vestidos de vivos colores, que circulaban por entre los senderos del jardín de la plaza. Las risas suaves y musicales de las mujeres parecían ser el contrapunto del ruido leve que hacían al oscilar sus largos pendientes.
El cielo, de intenso azul, el mar, casi de color violeta, las palmeras que se mecían al viento y aun el mismo ambiente parecía proclamar que corría la primavera en Fort de France. Algunas muchachas de tez casi cobriza reían y lanzaban miradas a sus morenos compañeros. Era la época de la diversión y del amor.