Eaton, George L.

Cuenta la Historia que el día 17 del mes de abril del año de gracia de 1610, el osado navegante inglés Henry Hudson se despidió de la alegre ciudad de Londres y emprendió la peligrosa aventura de buscar una ruta comercial nueva y más corta que condujera a los mercados de Oriente. Hudson puso rumbo al Norte y al Oeste, por aguas inexploradas.
Le acompañó una tripulación compuesta de viejos lobos de mar, ladrones y asesinos secuestrados en los tugurios del puerto y en las tabernas. ¡Extraña banda de hombres desesperados que acometían extraña desesperada empresa!
Pero el más extraño de todos era aquél de quien la Historia no dice una palabra, el solitario pasajero del «Discovery».
Era el pasajero en cuestión una caricatura de hombre, un encorvado y pellejudo, viejo y arrugado, de ojos hundidos, que parecían ascuas, y de extrañas costumbres: Levequé, el alquimista. Un místico adiestrado en la química de la Edad Media, eterno buscador de la piedra filosofal; del infalible solvente, el alkahest; de la panacea universal, remedio de todos los males; y del elixir de larga vida. Hombre de sombras y de cosas nada naturales era aquel Levequé.

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