Eaton, George L.
Max Preece era un hombre pequeñito. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza concentrada para clavar el puñal en la garganta del descuidado guardián. Este murió rápida y silenciosamente. Preece levantó el inanimado cuerpo, lo llevó hasta las rocas y allí lo hizo rodar sobre sí mismo, para que descendiera por el tortuoso sendero, hasta hundirse en las aguas del mar.
La noche era negra y el viento del Atlántico meridional muy cálido. Preece halló el bote de remos en la pequeña cala rocosa, donde había sido escondido.
Luego lo empujó y saltó a su bordo.
Empezó a remar con el mayor cuidado, en tanto que volvía su anguloso rostro hacia los amenazadores acantilados de la isleña prisión francesa, dando, al mismo tiempo, la espalda a la oscuridad que ocultaba el aeroplano que le aguardaba. El silencio era absoluto, excepción hecha de las regulares embestidas de las olas contra las rocas y el goteo del agua que caía al mar cuando levantaba los remos.
Estaban a obscuras los edificios encaramados en lo alto de aquella masa de rocas. Preece encorvó sus débiles hombros para aplicarse a la tarea de remar y apresuró el compás de sus movimientos. No disponía de mucho tiempo antes de que se descubriese su fuga. Dos guardianes asesinados y un preso fugado.