Gridley, Austin

Una vaga silueta se destacó contra el cielo de la noche, y un caballo y un jinete se detuvieron en la cresta de la loma. El jinete giró sobre la silla levantó una mano. Inmediatamente se le aproximaron otras sombras. Los cascos de sus cabalgaduras no produjeron ruido alguno.
Del fondo del valle llegaron ruidos extraños -pataleos, relinchos y hozar de muchos cascos, y, por encima de todo, el resoplido sibilante del garañón guía de la manada de caballos salvajes. Era el garañón –corpulento, musculoso e indómito, como hijo de la Naturaleza -que los jinetes andaban buscando.
Más de una docena de sus salvajes compañeros habían sido ya atrapados y encerrados en las empalizadas. Pero el garañón castaño, rey de la manada, gozaba todavía de libertad.
Las estrellas, claras y brillantes, proporcionaban luz suficiente para que el guía de la manada pudiera ser visto, siempre vigilante, entre el tropel de yeguas y potrancos. Aunque no podía descubrirse el color castaño de su piel, su actitud demostraba que aquel animal particular era la cabeza del rebaño. Su cuello arqueado. Su cabeza en alto, desafiadora. Sus orejas erectas. Parecía presentir el peligro.

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