Gridley, Austin
Iba desapareciendo lentamente el sol, tiñendo de púrpura los lejanos picachos de los montes de San Lorenzo, y su luz difusa iluminaba una escena de belleza incomparable, bañando como en polvo de oro el valle que se extendía a sus plantas. Y sin embargo, el individuo corpulento, recio como un atleta, que cabalgaba a lomos de un alazán de piel plomiza, apenas si paraba mientes en tanta hermosura, preocupado solamente con la pequeña fortuna de que era portador.
Su rostro, cubierto de arrugas, era bronceado. Blanqueaba ya su cabello sobre sus orejas y tenía un intenso matiz gris, el que escapaba bajo el sombrero caído sobre su espalda. Sus ojos eran de un azul claro, intenso. Miraban a todas partes con impaciencia, como si su propietario fuese un espíritu animoso y jovial.
Y lo era. Cantaba al compás del choque de los cascos de su caballo contra el suelo y el retañir de las cadenillas del bocado. Era su canción “El lamento del cowboy”, que no es ciertamente una canción alegre, pero Hal Wheeler, el maduro jinete, la entonaba más por la fuerza de la costumbre que porque reflejase su estado de ánimo.