Gridley, Austin
El jinete se precipitó por la ladera a una marcha terrible. La cuesta era muy inclinada y pedregosa, y un tropiezo en el descenso suponía un peligro mortal. El jinete, sin embargo, no parecía darse cuenta de lo arriesgado de la aventura, y, como si hubiese avanzado por terreno llano, espoleaba a la cabalgadura, que bajaba verticalmente, tan desdeñosa de las leyes del equilibrio como el jinete.
La noche estaba en plena cerrazón. Las nubes obscurecían la luna, y aquel jinete de las praderas, lúgubre y espectral se amparaba agradecido en las tinieblas.
Al pie de la colina, tiró de las riendas y se detuvo ante un matorral. Allí se puso a escuchar. En su rostro, enjuto y demacrado se dibujaba una fría e inexpresiva sonrisa y los únicos sonidos perceptibles eran las misteriosas armonías de la soledad. Un jaguar lanzó un rugido. En la dirección del desierto aullaban los coyotes. Sus fieros hermanos, los lobos, ululaban horrisonamente a lo lejos, en la montaña del desierto.