Strout, Elizabeth
Si las matemáticas siempre han sido temidas, en el pequeño pueblo de Crosby lo son aún más merced a la maestra que las enseñó en su día. Es Olive Kitteridge, cuyo carácter, exigente y obstinado a veces, paciente y lúcido otras, se nos revela en trece piezas exquisitas que tratan de la agradable rutina de una farmacia, los habituales de un piano-bar, un concierto en una iglesia o la boda de un pedicuro con una sabionda californiana. Es éste un libro engañoso. Sus primeras páginas de bahías en calma, rojizos atardeceres y fragancias otoñales preparan al lector para el relato sosegado, amable y hasta demasiado blando de la vida cotidiana en el pequeño pueblo de Crosby, Nueva Inglaterra. Pero sucede con las primeras impresiones que no siempre son acertadas y, más pronto que tarde, comprobamos que poco o nada de plácido tiene la corriente vida de los paisanos de Olive Kitteridge, en torno a cuya figura se vertebra todo el volumen. La muerte, la enfermedad, la soledad, el miedo y el caos corren raudos, de hecho y por suerte, a reparar el exceso de almíbar. “Por suerte”, digo bien, pues el conflicto y el contraste son en la literatura, al contrario que en la vida, del todo deseables, si no imprescindibles. Su ambigüedad formal es irrelevante. Ya se lea Olive Kitteridge como una novela de trece capítulos o como una colección de piezas autónomas, de lo que no hay duda es que, gracias a ella, Elizabeth Strout ha emparentado con la más ilustre tradición americana de cronistas de lo aparentemente banal y de lo cotidiano. Su epónima profesora retirada de matemáticas, correosa y de trato difícil, no estará seguramente a la altura del Frank Bascombe del mejor Richard Ford, pero no le anda demasiado a la zaga. Y si no me creen, ahí está todo un Pulitzer para constatarlo.