Vereiter, Karl von

Cada uno ve la guerra de manera distinta. Y cada uno le pide lo que íntimamente desea que ella le proporcione. Pero en el fondo, es la propia personalidad la que proporciona a cada soldado su especial manera de ser. Para el capitán de la Wehrmacht Meisner, la guerra era, ante todo, una fuente de amor. De ella deseaba sacar esa esencia que parece ser su antagonista, su contraria, la dulzura de tener a su lado un ser amado, de poder emprender junto a él una vida llena de dicha. Para el comandante soviético Alexandre Alexandrovítch Tuniev, la guerra era, ni más ni menos, el mecanismo odioso que le había convertido en un ser desdichado. Llevaba en él la mutilación más horrenda que pueda padecer un hombre. Y de su impotencia como tal extraía toda la amargura que inundaba su alma, toda la tristeza que le llevaba a considerarse como algo indigno de seguir viviendo. Finalmente, para el jefe de partisanos Pavel Pakhomovitch Lerenko, la guerra era, como para todos los de su clase, una fuente de odio, una posibilidad jamás agotada de venganza, personal y colectiva. Viejo combatiente, la lucha significaba para él el único camino para conseguir exterminar al enemigo odiado, y entre ellos se encontraban aquellos a los que su sencilla clasificación consideraba como traidores, sin que mereciesen la menor piedad, sin que pasase por su mente la idea del perdón. El azar, o él destino, hizo que estos tres hombres se moviesen hacia un mismo objetivo Cada uno a su manera, con su particular carga emotiva, impelido por fuerzas distintas pero igualmente poderosas: el amor, la desesperación, el odio... Tres caminos distintos que conducían sin embargo a un idéntico lugar, un pueblecito destruido, sembrado de cadáveres, donde una mujer apretaba contra su seno el cuerpo de su hijo. Meisnex: deseaba encontrarla porque la amaba, porque aquel niño era su hijo, Tuniev la buscaba porque, aunque mutilado y habiendo dejado de ser hombre, tenía ciertos derechos sobre ella, ya que era su esposa, Lerenko quería echarle la mano encima para matarla. No podía perdonar a una rusa que se había entregado, aunque fuese por amor, a un asqueroso nazi, a un sucio perro fascista. Y los tres hombres llegaron a su destino.

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