Welsh, Irvine

Muy pocas veces alguien se atrevió a recomendar tan fervientemente una novela. «Merece vender más ejemplares que la Biblia», afirmó Rehel Inc., una insolente revista literaria escocesa. De inmediato celebrada por los críticos más estrictos pero leída también por aquellos que raramente se acercan a los libros, Trainspotting se convirtió en uno de los acontecimientos literarios —y también extraliterarios— de la última década. Fue rápidamente adaptada al teatro y luego llevada a la pantalia por Danny Boyle, uno de los jóvenes prodigio del cine inglés. Sus protagonistas son un grupo de jóvenes desesperadamente realistas —ni se les ocurre pensar en el futuro: saben que nada o casi nada va a cambiar—, habitantes del otro Edimburgo, el que no aparece en los famosos festivales, capital europea del sida y paraíso de la desocupación, la miseria y la prostitución, embarcados en una peripecia vital cuyo com­bustible es la droga, «el elixir que les da la vida, y se la quita». Welsh escribe en el áspero, colorido, vigoroso lenguaje de las calles. Y entre pico y pico, entre borracheras y fútbol, sexo y rock and roll, la negra picaresca, la épica astrosa de los que nacieron en el lado duro de la vida, de los que no tienen otra salida que escapar, o amortiguar el dolor de existir con lo primero que caiga en sus manos.

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