Zamacois, Eduardo
¡Ah, si este viejo vagón hablara, la de cosas que nos podría contar! Así debió pensar Eduardo Zamacois cuando se propuso escribir Memorias de un vagón de ferrocarril, una novela deliciosa, protagonizada por un vagón de pasajeros, dotado de razón y verbo por el autor. No obstante, y si bien es cierto que la voz narradora puede resultar algo peculiar, en cambio su experiencia y su sabiduría acerca de las cosas de la vida son inmensas. Debido a su continua movilidad —primero fue destinado a las líneas que cubren el norte peninsular, luego a las zonas del sur y por último al levante— ese vagón al que sus compañeros de viaje apodan El Cabal demuestra haber adquirido un conocimiento muy notable de la geografía española y sus peculiaridades. Pero su fuerte, claro está, son los pasajeros, entre los cuales hay de todo: matrimonios desgarrados por la infidelidad, salteadores de trenes, un torero famoso que viaja rodeado de su séquito habitual, el señorito calavera que se viste de esmoquin y se regala a sí mismo una fiesta pantagruélica (su última fiesta) o la misteriosa dama que se sube al tren en Calatayud y resulta ser una fría asesina. Al cabo de una vida de servicio, por los compartimentos de El Cabal habrá desfilado una nada desdeñable muestra de la sociedad española de los años 20 que el vigilante vagón dibuja con trazo amable pero certero. Y dando muestras de una capacidad crítica muy notable, por ejemplo cuando resalta (y conste que la novela es de 1923) esa manía tan española de mantener a las mujeres en una ignorancia total («No lleve a su señora a ver ese espectáculo», «No es un libro para señoras», etc) y al mismo erigirlas en árbitros de «lo que debe ser», por lo que la mentalidad y la moral nacional quedan a cargo de unos cuantos millones de seres prácticamente analfabetos. Claro que como dicen a alimón Zamacois y El Cabal, «lo absurdo es tan cotidiano que lo de sentido común es lo que sorprende».