Lara Peinado, Federico
Ninguna obra arquitectónica realizada por el hombre ha despertado tanto asombro en el espectador como la contemplación de una pirámide egipcia. Todos los descubrimientos conseguidos hasta entonces, incluso la escritura jeroglífica o los conocimientos astronómicos o calendáricos, quedaron eclipsados ante la monumentalidad, la perfección y el equilibrio que trasmitía la visión de una pirámide. El deseo de inmortalidad de los antiguos egipcios hizo posible este tipo de construcciones, realizadas en una época en la que el espíritu egipcio realizó sus mayores contribuciones a la historia de la humanidad. Las moles de piedra eternizaron para siempre a sus faraones. Si no hubiesen existido Djeser y su ministro Imhotep, artífices de la consagración de la piedra como material de construcción, uno de los mayores logros de la cultura egipcia, posiblemente no hubiesen llegado hasta nosotros pirámides como la de Djeser, en Sakara, o la de Keops, Kefrén y Micerino, en Giza. Y aunque hubiésemos conocido por otras fuentes la idea de eternidad concebida por los faraones y, los ritos necesarios para conseguirla, tal vez no hubiésemos palpado esa eternidad sin la contemplación de una tumba como la del faraón Tuthankamón.