Peixoto, Jose Luis
De todos los lugares posibles, sucedió en aquel punto justo. Era entrada la noche y no había luna, solo unas estrellas gélidas rompían la opacidad del cielo, como clavadas desde el interior. Galveias se adentraba lentamente en el sueño, los pensamientos se evaporaban. La oscuridad era muy fría. A lo largo de las calles desiertas, las farolas derramaban conos de luz amarillenta, luz turbia, gruesa. Los minutos pasaban y casi podría haber silencio, pero los perros no lo permitían. Ladraban a la vez, de una punta del pueblo a otra. Perros jóvenes, solos en corrales, emitiendo ladridos que terminaban en aullidos; o callejeros moribundos de sarna, apoyados en la parte exterior de un muro, que levantaban la cabeza simplemente para lamentar la noche, inquietos y débiles. Si alguien prestaba atención a esa charla, quizá mientras conciliaba el sueño entre sábanas de franela, podía distinguir la voz de perros grandes y pequeños, de perros ariscos, nerviosos, estridentes u otros de voz fuerte, gutural, animales pesados como bueyes. Y un perro a lo lejos, que ladraba sin prisa, el sonido de su discurso alterado por la distancia, erosión invisible; y un perro aquí cerca, demasiado cerca, la rabia del animal casi provocaba inquietud en el pecho; después un perro en la otra punta del pueblo, y otro en otra, y otro en otra, perros infinitos, como si dibujaran un mapa de Galveias y, al mismo tiempo, sostuvieran la continuación de la vida, ofreciendo, con ese gesto, la seguridad que hace falta para dormir.