Lord, Walter y, Hesse, H.

La noche en que iba a naufragar, el Titanic surcaba las frías aguas del océano Atlántico rumbo a Nueva York. En su viaje inaugural, el mayor y más lujoso transatlántico construido hasta la fecha había partido del muelle inglés de Southampton cuatro días antes, el 10 de abril de 1912, y a pesar de navegar por zona de hielos, se deslizaba veloz, soberbio y majestuoso, con la seguridad del que se sabe insumergible. Era una noche deslumbrante. Fuera del barco reinaba una calma glacial y el mar se mostraba liso como cristal bruñido; dentro, las luces y la música revelaban el ambiente de fiesta, alegría y despreocupación que habían disfrutado los pasajeros desde que el Titanic levara anclas. Nada hacía presagiar la tragedia. Cerca de la medianoche, sin embargo, se oyó el grito del vigía anunciando un obstáculo a proa. El más célebre iceberg de la historia se erguía amenazante a menos de doscientos metros de distancia, justo delante del barco. Lo intentaron sortear virando a babor, pero el iceberg pasó demasiado cerca... Lo que ocurrió después ha quedado en los anales de la navegación civil como la mayor catástrofe jamás ocurrida. Con trescientos metros de eslora y más de dos mil pasajeros a bordo, el Titanic era el orgullo de la ingeniería del siglo, iba cargado de tesoros y contaba entre su pasaje la flor y nata de la sociedad neoyorquina de la época. Que sus 20 botes salvavidas no bastasen en absoluto para cubrir las necesidades del pasaje en caso de naufragio no era más que una anécdota en un navío que todos consideraban insumergible...

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