Segur, Condesa de

DIFÍCILMENTE hubo nunca otra persona en el mundo que llevara tan claramente impreso en el rostro el sello de la avaricia, la desconfianza y la maldad, como la señora Mac Miche. Con sus ojillos redondos, brillantes y movedizos y su nariz larga y encorvada, tenía toda la apariencia de un ave de rapiña, contribuyendo también a afirmar tal impresión sus manos largas y huesudas, semejantes a garras. Su casa, en una pequeña población escocesa era, con mucho, la más descuidada y sombría, pues su dueña antes abríase dejado cortar las orejas que gastar la más insignificante suma de dinero en reparar lo que el tiempo iba destruyendo. Su moblaje, vetusto y poco menos que inservible, no iba un paso más allá de lo preciso para proveer a las necesidades de sus tres únicos moradores. Alfombras, cuadros y todo otro objeto de adorno había sido declarados tabú por la sórdida señora, entre cuyas peculiares costumbres contábase la de no tratarse con nadie para evitar la, para ella, desagradable perspectiva de recibir visitas y tener que efectuar algún desembolso para agasajarlas. La excepción eran dos jóvenes, primas suyas en tercer o cuarto grado, con las cuales, en razón de su parentesco, consideraba que podía prescindir de todo protocolo, limitando sus atenciones, aunque no siempre, a ofrecerles un par de sillas desvencijadas.

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