Wodehouse, P. G.

Nada más atractivo que una visita al Club de los Zánganos. En sus bien decorados salones, encontramos a la crema de los pisaverdes, enfrascados en el comentario de los sucesos del día. Todos van inmaculadamente vestidos; su elegancia obedece a normas casi científicas. Ninguna línea es tan recta como la raya de sus impecables pantalones; la forma de la punta de sus zapatos ha sido calculada al milímetro; el color del chaleco y de los guantes responde a exigencias que el pintor más puntilloso pudiera jamás argüir; el dibujo de la corbata es todo un tratado de armonía respecto del resto del atuendo; finalmente, los botines, en cuanto a corte y tonalidad desafían toda descripción y son obras maestras sartoriales, dignas de parangonar se con las comedias de Shakespeare o los sonetos de Petrarca. No menos dignas de admiración son las conversaciones que suelen sostener los diversos tertulianos, entre copa y copa. Motivo de sutilísimos comentarios es, por ejemplo, el odio que Freddie Widgeon siente por los gatos, odio cuyos orígenes parecen remontarse a cierta visita de fin de semana a Matcham Scratchings. Regalo de los oídos son también las ironías a propósito de la volcánica pasión del susodicho Freddie por una muchacha llamada April, cuyos primeros síntomas al parecer están asociados con la venta de un ejemplar de segunda mano de los poemas de Tennyson. Hasta las complejidades de la cuarta dimensión abundan en los debates de los exquisitos socios del Club de los Zánganos. Muchas otras cosas pueden ocurrir en lugar tan excepcional, mayormente si tenemos presente que el fundador de tan laudable entidad es, desde luego, P. G. Wodehouse, a quien nadie discute la presidencia de la federación mundial del humor

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