Lope, Manuel de
Una niebla fina y fría cubría los árboles desnudos, como si el paisaje quisiera reafirmar lo que ya todos intuían. Así fue aquel invierno del treinta y seis, yerto y luminoso, como siempre se ha dicho que eran los inviernos de antes: un paisaje tiznado de nieve y escarcha del que algunos apenas recordarían el ir y venir de los camiones sin luces en la noche y las reatas de mulos con los flancos cargados de cajas de municiones. Como una escuálida caravana de la muerte que, con su lenta procesión por los verdes parajes de Irún y la encrucijada del viejo camino de San Sebastián, detonaba aquella guerra que se iniciaba sin saber que era una guerra... Y la gente que huía... Niños, mujeres y los hombres que no combatían, arrastrando con ellos su más valiosa pertenencia: sus vidas. Así, lentamente, el duelo fratricida iría embadurnando cada rincón y cada pueblo, cada casa y cada biografía. Pero también seguirían ocurriendo otras cosas. Cosas importantes que perdían su trascendencia bajo la sombra de la guerra, hechos que tan sólo el tiempo les haría recobrar un espacio preferente en la conciencia y la memoria. Quizá, recuerdos enterrados que se manifestarían en el futuro como una borrosa y callada vergüenza, como aquella ultrajada inocencia de María Antonia Etxarri o la extraña complicidad del doctor Castro, el médico cojo condenado a no pertenecer a ningún bando y a ser testigo de ese tormentoso tiempo.